No es nuestro imperio una intimidad cristalina. No poseemos siquiera
la despedida detrás de estas cortinas, o el miedo a la entrega ubicua. Pasó que
un día nos posamos sobre la inmediatez, y me susurraste mediante la ternura del
vaho “No te engañes, no estamos aquí”. Y yo ya sabía.
Empezamos entonces a forjar instantes para huir
juntos de las cosas ciertas; la levedad de la sustancia, el detrimento del amor
y toda la prisa condensada de la ciudad... Las cosas ciertas. Inherentes. Las
evadimos. De las opciones restantes elegimos ésta, la oscilatoria.
Es inminente que nos aprehenda el descuido. Aves de
silencio bajan a alimentarse en nuestras manos; siempre ofreceremos estas
lombrices imantadas; un dolor suculento anidado en las pupilas.
Tu vientre desierto. Lo camino descalza y sin rumbo.
Mi noche internada en la nostalgia deja que te alejes.
Te llevas tu ombligo, centro de mis calumnias, te llevas el camino entre
sospechas. Estamos destinados al paraíso errante, a escarbar en las minas de la
sensualidad con ahínco y TNT, a ponernos bien tristes por el continuo asesinato
de la felicidad. Purgamos mil crímenes mientras cae la lluvia.
Poseemos, tal vez, un laberinto pequeño y
multidimensional que nos dicta la condena y la esperanza, para que no abras las
cortinas: tus manos en mis pies, mi dedo en tus rodillas. Se desencadena el
plazo de la ausencia.
Cadenas y tacto; caemos con la lluvia.
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