Han pasado más de cinco años desde que me mudé a este lugar. Citadina compulsiva como me considero, siempre en el tráfico, en el metro, en el centro, no he podido acostumbrarme al campo, a detenerme a esperar diez minutos a que terminen de pasar los rebaños de vacas o de borregos, a que la gente cierre por una fiesta la única calle por la que puedo bajar de nuevo al smog. Añado a eso las tres horas o más de mi vida que pierdo diario al ir y venir del cerro llamado hogar a cualquier lugar al cual me dirija. Y el silencio. Silencio en el panorama lleno de románticos papalotes que no soporto. Silencio con perros muy, muy lejanos. Sólo el ulular de un viento salido quizás del cerebro de Stanley Kubrick y un concierto de pájaros a las 6 am: el resto, silencio.
Y sin embargo la Luna es un espectro que aparece como los mensajes dentro de botellas, destinada sólo para quien la encuentre, interpretada desde las circunstancias más particulares. Así fue como me ocurrió la Luna esa vez; me atajó en una madrugada insomne, con nada en particular en el pensamiento. No la “vi” estrictamente a ella, pero al salir a la terraza tropecé con un panorama níveo e iridiscente, creí que había amanecido pero me equivocaba, era su imponente luz quien me permitía distinguir el verde del pasto, ver la distancia exacta que tenían las cosas entre sí; las pocas sombras que había eran más negras por el contraste. Ésta, definitivamente, no era una noche oscura.
El cielo era de un azul impenetrable como las más de las noches, pero podía ver en él algunas nubes aborregadas caminando en dirección a la Luna, sin amenazar en serio con cubrirla. Contemplé atónita la belleza de aquel paisaje, como si fuera lo último que me maravillaría en mucho tiempo. Entonces sucedió: la sombra de una envergadura enorme se dibujó en el pasto y desapareció en un árbol, y cuando hube de distinguirla, era una lechuza clara, no se si blanca, pero clara. No vi los simbólicos ojos, pero sí la simbólica torsión de cabeza. Algo me llevaré de vuelta a la ciudad… cuando regrese.
Desde entonces la Luna me acosa, no es que me de romance o nostalgia, es sólo que es oportuna; cuando menos lo espero me regala momentos que me pasman de alegría, porque también, como otros seres con suerte, he visto cosas maravillosas en este mundo. Ésta misma Luna de San Francisco se me apareció durante dos segundos como la más grande que he visto: iba yo subiendo la pendiente de un callejón con altos muros de adobe, y en un punto especial se descubrió un ángulo recto que colindaba no menos que con el cielo. Ahí estaba ella, como parada junto al último poste, cubriendo todo el final del callejón, durante ese momento tenía el tamaño de una casa, pero el ángulo cambió por mi propio paso y la chica voló, volvió al cielo a donde pertenece. Y no la culpo, aquí en este pueblo de Xochimilco, no hay mucho que hacer.
Sólo he tenido una oportunidad de ver esa luna que describes... desde el DFctuoso. ¿San Francisco qué? (siempre se me olvida, jajaja)
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